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Viaje literario a la selva

Por: María Benito
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Cuando uno decide hacer su primera incursión en la selva y elige algún destino como la cuenca del Amazonas o el paraíso perdido de Tortuguero en Costa Rica -como fue mi caso-, inevitablemente recrea una idealización de la jungla que nunca se corresponde con la realidad. Tendemos a identificarla con un universo de belleza extraordinaria, sin analizar sus amenazas y peligros que suelen transformala una vez in situ en un infierno verde, que nos atrae irremediablemente hacia un mundo incomprensible e inabarcable para nosotros.

Mis primeras reflexiones sobre la jungla ilustran esa sensación difícil de describir:

Qué insignificante es el hombre cuando penetra en la selva. Cómo se ve embaucado desde el principio en un viaje sin retorno hacia un sueño tenebroso e inquietante.

Qué remota conexión existe entre su naturaleza desvirtuada por siglos de evolución y la jungla creadora de vida y muerte a cada paso en un océano de putrefacción permanente, de viscosa sensualidad, de pegajoso y embriagador perfume, de sonido enloquecedor, de humedad lasciva, de hipnotizadora obscuridad verdeazulada.

Qué extraña seducción nos atrapa entre la frescura de sus hojas, entre el limo de sus suelos, entre los astros de su firmamento, hasta asfixiarnos en un universo claustrofóbico que nos engulle para deglutirnos mediante una metamorfosis hermafrodita convertidos en seres de un mundo ancestral.

Pero sin duda, ha habido grandes escritores que han plasmado mucho mejor que yo la presencia de la selva y a veces la han convertido en un personaje más de sus novelas, incluso en el protagonista principal, como sucede en Los pasos perdidos del escritor cubano Alejo Carpentier: “Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho. Los caimanes que acechaban en los bajos fondos de la selva anegada, inmóviles, con las fauces en espera, parecían maderos podridos, vestidos de escaramujos; los bejucos parecían reptiles y las serpientes parecían lianas, cuando sus pieles no tenían nervaduras de maderas preciosas, ojos de ala de falena, escamas de ananá o anillas de coral; las plantas acuáticas se apretaban en alfombra tupida, escondiendo el agua que les corría debajo, fingiendo vegetación de tierra muy firme: las cortezas caídas cobraban muy pronto una consistencia de laurel en salmuera, y los hongos eran como coladas de cobre, como espolvoreos de azufre, junto a la falsedad de un camaleón demasiado rama, demasiado lapislázuli, demasiado plomo estriado, de un amarillo intenso, simulación, ahora, de salpicaduras de sol caídas a través de hojas que nunca dejaban pasar el sol entero. La selva era el mundo de la mentira, de la trampa y del falso semblante; allí todo era disfraz, estratagema, juego de apariencias, metamorfosis”.

Por su parte, el autor colombiano José Eustasio describe magistralmente en La vorágine el poder de la jungla: “¡Oh selva!, tu eres la catedral de la pesadumbre, donde dioses desconocidos hablan a media voz, en el idioma de los murmullos, prometiendo longevidad a los árboles imponentes, contemporáneos del paraíso, que eran ya decanos cuando las primeras tribus aparecieron y esperan impasibles el hundimiento de los siglos venturos. Tus vegetales forman sobre la tierra la poderosa familia que no se traiciona nunca. El abrazo que no pueden darse tus ramazones lo llevan las enredaderas y los bejucos, y eres solidaria hasta en el dolor de la hoja que cae. Tus multísonas voces forman un solo eco al llorar por los troncos que se desploman, y en cada brecha los nuevos gérmenes apresuran sus gestaciones. Tu tienes la adustez de la fuerza cósmica y encarnas un misterio de la creación. No obstante, mi espíritu sólo se aviene con lo inestable, desde que soporta el peso de tu perpetuidad y, más que a la encina de fornido gajo, aprendió a amar a la orquídea lánguida, porque es efímera como el hombre y marchitable como su ilusión”.

Y el poeta colombiano William Ospina en la segunda parte de su trilogía inacabada titulada El país de la canela escribe: “Nosotros, llenos de ambición y enfermos de espíritu, no podemos convivir con la selva, porque sólo toleramos el mundo cuando le hemos dado nuestro rostro y le hemos impuesto nuestra ley…Dios dudaría en decir que es dueño de la selva y pienso que más bien preferiría confundirse con ella”.

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