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¿Quién te ha mandado hacerlo diferente?

Por: Félix Alberto Sanz
Ahora, me toca ayudar a personas a renacer su pensamiento creativo.
Ahora, muchos muchos años después, me toca ayudar a personas a renacer su pensamiento creativo.

Empecemos por reconocer algo: cuando hago un dibujo, que los demás sepan qué es lo que he representado es un reto de difícil solución. Pero una vez sí, una vez conseguí dibujar algo realmente bien.

Era una primavera de hace muchos, muchos años y, como cada semana, nuestro profesor de Expresión Plástica (el mismo que el de Ciencias Naturales, evitaré decir su nombre y el mote por el que le conocíamos) nos puso una tarea para la clase siguiente. Se trataba de reproducir la imagen de un loro posado sobre la rama de un árbol en alguna selva tropical. Esta vez decidí no esperar hasta 10 minutos antes de entrar en clase para que Marcos, en el mismo patio del colegio, con su talento natural, lo hiciera por mí y me puse a mi tarea escolar con un par de días de antelación.

El mejor loro de la historia

Está mal que lo diga yo, pero dibujé ¡el mejor loro de la historia de los loros! Parecía estar vivo, querer salir del papel e imitar mis sonidos de lo perfecto que me había quedado.

Aún así, a mí me faltaba algo. Miraba a mi loro y, aunque era una copia exacta del modelo, para mí simplemente era eso, una copia. Ahí, en su selva, sobre su rama, tan inmóvil, tan aburrido. Entonces se me ocurrió que podía darle un toque especial, algo distintivo, algo de vida al dibujo. Sobre el lienzo, además del loro, de la rama y de las hojas, había un inmenso y cielo que rellenar. ¿Y qué mejor complemento a un cielo claro que un helicóptero volando?

Me puse manos a la obra, ya podía ver mi helicóptero sobrevolando la cabeza el loro. Incluso podía oír el rugir de sus hélices tronando sobre la selva.

Problema

Pero hubo un problema, el helicóptero no me quedó tan bien. Siendo justos diré que, sobre el mejor loro de la historia de los loros, dibujé el peor helicóptero de la historia de los helicópteros.

Pero no me importó, el loro era genial, me pondrían una gran nota.
Llegó el viernes por la tarde y cada uno pasábamos por la mesa de nuestro profe para que viera y evaluara nuestras réplicas. Yo ya me imaginaba su cara de satisfacción al ver, por fin, una obra de arte salida de mis manos. Cuando llegó mi turno me aproximé orgulloso a su mesa. Se lo entregué y vi como lo miraba con calma.

De repente, el muy cabrón (con perdón) se puso un anillo en el nudillo del dedo corazón y con él me pegó un capón que todavía me está doliendo. Acto seguido me cogió de los pocos pelillos de mi incipiente patilla y tirando de mí con fuerza hacia arriba me dijo: “¿Pero qué es esto que has puesto aquí?”. “Un helicóptero”, respondí yo temblando. “¿Y quién te mandado a ti poner ningún helicóptero ahí? El loro está fenomenal pero por haberte atrevido a poner algo que yo no he mandado y además hacerlo tan mal, ¡un 4  para tu dibujo! ¡Estás suspendido!”.

Orgullo herido

Y con lágrimas en los ojos -más por el orgullo herido que por el dolor físico o el 4 de mi nota- y el eco de las risas de mis compañeros -muchos se acuerdan aún de aquello- me dirigí a mi pupitre.

Ahora, muchos muchos años después, me toca ayudar a personas a renacer su pensamiento creativo, ese que profesores como el que yo tuve trataban de enterrarnos tras castigos en forma de capones y, sobre todo, en forma de mensajes del tipo: “sólo hay una manera de hacerlo, como yo lo digo”.

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