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Islas Bijagós, el edén remoto de África

Por: Luisa Alcalde, socia fundadora de Castilla y León Económica
Islas Bijagós
Las Islas Bijagós también son conocidas por su apreciada artesanía.

Los bosques de manglares, ceibas, baobabs y anacardos preservan este mundo perdido, que se extiende por más de 88 islas vírgenes -tan sólo 22 están habitadas-. En el paraíso de playas de aguas cálidas y selva tropical, la reina Okinka Pampa cuida desde el más allá de que sus súbditos sean felices y bailen recordando a sus dioses y recen a una naturaleza privilegiada que envuelve este universo mítico.

El país es Guinea Bissau y el archipiélago son las Bijagós, un conjunto de islas en pleno Océano Atlántico, que ha sido declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco, por la pureza de una biodiversidad apabullante, con multitud de especies endémicas -algunas de ellas aún por catalogar-, donde habita la etnia Bijagó que da nombre a este ecosistema. Los Bijagós creen en el poder sagrado de los árboles, rezan a los animales y a las cosas y saben que viven en el edén.

Para acceder a este paraíso salvaje, perteneciente a la antigua colonia portuguesa, es preciso volar hasta su destartalada capital y desde allí trasladarse por carretera hasta el embarcadero, en el que tomar una barca para, tras una travesía de 4 horas, llegar a la isla de Orango.

El Atlántico

Las mareas vivas dejan al descubierto una balsa de lodo sobre el que a lo lejos marisquean mujeres aisladas. El acceso a la barca, con aspecto de cayuco metálico, es húmedo y resbaladizo. La ría en su retirada deja desnudas las raíces de los manglares. La embarcación se desliza con facilidad por una superficie parduzca limitada por una ribera feraz. Parejas de gaviotas se lanzan en picado sobre las aguas en busca de su merecido trofeo en forma de pez, tras varias acrobacias imposibles. Los pescadores compiten con ellas extendiendo redes desde sus canoas. Un pelícano y alguna garza nos anuncian la cercanía del mar. El paisaje cambia y el horizonte inmenso toma el protagonismo. Crestas de algodón decoran un mar azulverdoso. El Atlántico aparece salpicado de pequeñas islas. Nos adentramos en el Archipiélago de las Bijagós.

El mar se embalsa. Una lámina de agua lisa se prolonga hasta el último confín. La barca deja tras de sí una estela de plata burbujeante. El aire caliente juega con el cabello. Huele a agua salada y sargazos. La gama de azules se difumina hacia el cielo, del que cuelga alguna nube desmadejada. Los islotes desperdigados se convierten en amplias manchas de selva tropical al aproximarnos. Su perfil berilo esconde alguna playa olvidada entre abundante espesura. Horas de navegación no restan potencia a la barca, que avanza sobre el agua destellante a la luz intensa de la tarde. Alrededor de una hora de mar y cielo nos separa aún de nuestro destino: el Parque Natural de Orango, reconocido como Reserva de la Biosfera. Un universo de gran belleza natural que permanece intacto. Una mar rizada que refulge al sol hace saltar el agua en contacto con nuestra lancha. Ya queda poco. Hace rato que divisamos la isla. Una playa de arena fina se muestra en la proa de la barca.

Orango

Orango es una de las islas más grandes del archipiélago, dividida por tres canales y habitada por unas 2.600 personas. Tiene como símbolo el pequeño hipopótamo de agua marina. Nuestra base de operaciones es el Orango Parque Hotel, compuesto por ocho bungalows con capacidad para 28 personas repartidos a lo largo de la arena, próxima a la extensa playa. Su diseño africano, curiosamente ideado por el arquitecto español Álvaro Planchuelo, replica la estructura de las características casas circulares del lugar, de muros de adobe y techos de paja. La decoración interior la componen objetos artesanales de la zona, aunque los azulejos blancos y azules de los baños nos trasladan a Lisboa.

El ecohotel es un proyecto de turismo sostenible, liderado por la Fundación CBD Hábitat, que revierte sus beneficios en la comunidad Bijagó. Cuenta con un restaurante especializado en productos locales, sobre todo pescado capturado en la aguas del Atlántico. Posee un pequeño museo donde observar utensilios y artesanía de la zona, con algunas piezas a la venta. Desde allí salen excursiones a las islas próximas para recorrer su naturaleza exuberante. Durante el día es maravilloso disfrutar los baños en su playa tropical, pero al anochecer es desaconsejable, debido a la presencia de los hipopótamos que acuden al agua salada para desparasitarse y eliminar las sanguijuelas que se adhieren a su epidermis.

Sabana

Una caminata desde la playa nos adentra paulatinamente en una vegetación de sabana. Hierbas altas juguetean con nuestra cara y cabello. El grupo se alarga en fina india siguiendo al guía. Se pierde su estela entre las pajas largas. Árboles diseminados plagados de nidos de tejedores cual fruta madura. Tramos de tierra quemada nos descubren el afán de los Bijagós por recolectar miel e impedir con esta práctica que les piquen las abejas. Avanzamos a buen paso bajo un sol que castiga y divisamos la primera laguna de Ankanakube llena de aves. Hay ibis, garzas reales, gacetas, espátulas y un sinfín de pájaros que disfrutan de este paraíso ornitológico de más de 600 especies diferentes. Seguimos hacia otras charcas más profundas en busca de nuestro objetivo y el guía se adelanta para cerciorarse de que efectivamente están los hipopótamos.

Esta especie única en el mundo, alterna su hábitat de las lagunas de agua dulce con los baños de mar. Se cree que llegaron desde el continente nadando hasta el archipiélago antes de que hubiera presencia humana y son capaces de trasladarse a nado de isla en isla. Por el día permanecen en pequeñas lagunas lodosas llenas de vegetación fluvial semisumergidos y por la noche, cuando ya el sol no puede dañar su sensible piel, salen a comer hierba -alrededor de 60 kilos diarios- y los arrozales de la zona, que los habitantes tiene que proteger porque son uno de sus principales sustentos, junto con el cultivo del anacardo, el aceite de palma y la pesca.

Hipopótamos de agua salada

Los escuchamos muy cerca, pero la frondosa vegetación que rodea la laguna nos impide verlos. Uno asoma su poderosa cabeza un instante pero rápidamente desaparece. El guía avanza y toca las palmas para intentar conseguir que se muevan hacia nuestra dirección. No hay suerte, así que si la montaña no va a Mahoma…Decidimos remangarnos los pantalones hasta la ingle y sumergirnos en el lodazal. La sensación es viscosa. El agua limosa está cubierta de abundante vegetación que se enreda en nuestras piernas y nos impide avanzar con agilidad. Tampoco ayuda el fango de los pies que es demasiado resbaladizo. El lodazal va subiendo hasta el inicio de la cadera, pero por instinto no permitimos que llegue más arriba. Los divisamos a pocos metros. Sus cabezas salen y se sumergen. Contamos al menos 7. Una garceta corona la cabeza de uno para limpiar su piel de parásitos. No quiero pensar en toda la fauna que en ahora juguetea con nuestras piernas.

Es el momento de disfrutar de estos mamíferos únicos que nos regalan su cercanía sin considerarnos una amenaza, pese a ser una de las especies más territoriales que existen y la que más muertes humanas causa en África. Nuestra aventura dura poco, para no tentar la suerte, porque el enfado de uno de estos enormes herbívoros o la aparición de algún cocodrilo podría haber convertido una escena idílica en una situación muy peligrosa. A la salida, entre todo el lodo que recubre nuestras piernas, aparece alguna sanguijuela o un hilillo sanguinolento de su rastro.

El paraíso de las tortugas

El segundo mayor atractivo de la fauna de este archipiélago son las tortugas, ya que las Islas Bijagós son uno de los lugares más importantes del mundo para la reproducción de 4 especies. Nuestra siguiente excursión nos encamina a la Isla de Poilâo, situada al sureste de este territorio insular. Se encuentra dentro del Parque Nacional Marino Joâo Vieira-Poilâo y tiene su relevancia por la gran cantidad de tortugas verdes que vienen a desovar.

Nos espera una nueva travesía en barca. El mar se muestra apacible. Brillantes engarzados refulgen para embellecer la inmensa tela lacustre que se extiende circular a nuestro alrededor. Ondas de piedras preciosas esculpidas por el sol del mediodía. El color lapislázuli sólo se ve alterado por la estela espumosa que traza nuestra barca. Hace rato que navegamos por mar abierto. Vamos en busca de un paraíso que está lejos. Avanzamos mientras otras islas irrumpen con prominencia la línea del horizonte. Sin embargo, Poilâo se oculta juguetona tras la calima.

Finalmente divisamos la arena dorada de sus playas, salpicadas de puntos blancos, que al aproximarnos se muestran como restos de huevos de tortuga, prueba irrefutable de que esta isla es uno de los principales lugares del mundo para el desove de esta especie. Para verlas hay que pasar la noche de acampada detrás de la playa, para no interferir ni el acceso de las hembras que acuden a poner sus nidos de madrugada, ni en la marcha de las crías que huyen hacia el mar en cuanto eclosionan sus huevos. Este islote, repleto de baobabs y ceibas, tiene carácter sagrado para los Bijagós; por eso no está habitado, lo que facilita el tránsito de las tortugas en plena libertad.

Sin embargo, empieza a acumularse basura que arrastran las corrientes del Atlántico procedente de cualquier parte del mundo. Es desolador ver kilos de desperdicio en forma de botellas de plástico, tapones, zapatos, pajitas, palitos de chupachús, jeringuillas, hasta un test de embarazo originario de Shanghai.

Antes de que caiga el sol, decidimos limpiar de basura la parte de la playa más próxima al campamento. 5 grandes sacos de porquería es nuestra captura, pero al dar la vuelta a la curva de la pequeña ensenada, aparecen kilos y kilos de plásticos enredados entre las enormes raíces de los baobabs. No tenemos más sacos para retirar tal cantidad de basura y el desasosiego inunda nuestro estado de ánimo. Sería necesaria una mayor infraestructura y cuadrillas de voluntarios organizados para limpiar este paraíso sagrado y protegido como reserva de la biosfera, pero al albur de las corrientes marinas que no saben ni de normativa ni de dioses, tan sólo arrastran todo lo que vertimos en ellos. Tanta belleza ensuciada, que resulta indecente.

Volvemos del paseo cabizbajos, ensimismados en nuestros propios pensamientos, pero la naturaleza recompensa nuestro insignificante esfuerzo con un tesoro hermoso y puro: un nido de tortuga verde está empezando a eclosionar. Diminutas crías surgen de la arena moviendo sus aletas con gran esfuerzo para abrirse paso y debajo de las primeras vienen más. Parece una pequeña erupción, un hormiguero en ebullición, lleno de vida que corre hacia el mar. En su recorrido, hay muchos obstáculos y una bandada de buitres de palmera acechan amenazantes desde las copas de los árboles. Nuestra presencia impide que se lancen en picado a por las pequeñas crías y las acompañamos en su agotador camino hacia el Atlántico. Más adelante, otro nido y volvemos a sentir el milagro de la vida. Y en nuestro regreso al campamento, rezamos a los dioses de los Bijagós para que preserven estas islas lejos de las manos de los hombres.

Las estrellas

Un cielo tachonado de estrellas, como ya no recordaba, distrae un sueño inquieto y sofocante a la espera de la llegada nocturna del desove de las tortugas. Pero esta noche no hay suerte y las hembras no aparecen, algo insólito en diciembre, el mes por excelencia para que hagan su puesta. Habrán decidido esperar a mañana, cuando la soledad despeje la isla de intrusos. Sea como fuere, nos llevamos el nacimiento de sus vástagos que dentro de 20 años volverán a Poilâo para dar comienzo de nuevo al ciclo de la vida.

Estos frágiles ecosistemas han sido preservados gracias a su aislamiento, al ser un archipiélago alejado del continente y gracias a las creencias animistas de los Bijagós que consideran sagrada a su naturaleza. Podemos admirar esta cultura ancestral y matriarcal en algunas de las 22 islas habitadas que conforman este universo acuático, como Canogo, Bubaque, Soga o Bolama. Cuentan con pequeñas aldeas o tabancas, con escasa población que vive de manera muy rudimentaria en chozas de paredes de adobe y techos de paja. Algunas tienen pozo y escuela y las menos, un centro sanitario básico. Las tabancas se sitúan lejos de la costa, en el interior de la selva, siguiendo una antigua tradición para evitar en lo posible las incursiones esclavistas de siglos pasados.
Cultivos de arroz, anacardos, mangos, cacahuetes y palmeras de las que extraen aceite y vino de palma rodean las aldeas, donde la vida transcurre a cámara lenta. Por las calles de tierra, a excepción de alguna pavimentada con conchas de berberechos, se pasean junto a sus habitantes, cerdos, gallinas, cabras, perros, todos con sus crías, que conviven en armonía con multitud de niños malvestidos y sucios, muchas veces descalzos, de ojos curiosos y sonrisas luminosas, que valen más que todas las riquezas del mundo; y que nos dan una lección de inocencia y generosidad, difícil de digerir por personas que lo tenemos todo. Y es que Guinea Bissau es uno de los países más pobres del mundo, algo que se percibe a cada paso.

Sociedad matriarcal

En las tabancas, después de presentar nuestros respetos a la autoridad, sus habitantes quieren compartir sus conocimientos y costumbres y acudimos para apreciar un baile, ritual practicado por mujeres Bijagós ataviadas con típicas faldas hechas a base de paja, donde sus voces profundas y los rudimentarios instrumentos de percusión hechos a base de huesos de mango, que llevan como tobilleras, imprimen una cadencia rítmica a modo de sugestiva letanía. Este pueblo de navegantes y guerrero, que practicaba el tráfico de esclavos y la piratería, o así los describieron los primeros colonos europeos que se acercaron a estas islas, conserva algunas tradiciones como el uso del trueque o el ritual de iniciación llamado fanedo, para lograr el respeto social. Este paso de la niñez a la edad adulta, con el que se logra un nuevo estatus e incluso se cambia el nombre de la persona, se consigue sobreviviendo solo durante un mes aislado en un bosque sagrado.

Las ceibas sagradas de varios siglos de antigüedad y una majestuosidad colosal aparecen en la cercanía de los poblados. Algunos cuentan con un templo o baloba, liderado por sacerdotisas, como muestra de una sociedad matriarcal, que ha ido perdiendo la fuerza del pasado, pero que aún conserva cierto poder, como elegir con quién se casan o llevar la economía del hogar. Además, el pueblo Bijagó es el único que no practica la ablación femenina en esta extensa zona de África occidental. El mayor exponente de este matriarcado fue el controvertido reinado de Okinka Pampa, que tras rectificar en su práctica de la esclavitud, negoció la paz con los portugueses en la época colonial. Su mausoleo se puede visitar en la aldea de Etikoga, donde sus restos reposan bajo un humilde montículo de tierra, identificado con su nombre en un simple trozo de madera.
Seguimos nuestra travesía para ver otras islas, como la de Bolama, que conserva algunos vestigios de su antiguo esplendor, cuando fue la capital del país desde el siglo XVII hasta 1941, año en el que la capitalidad se traslada a Bissau. Apena ver cómo este complejo arquitectónico de bellos edificios coloniales de la época portuguesa, aparece frente a nosotros en estado ruinoso y desvencijado.

La mar océana

Retomamos nuestro viaje en barca y navegamos de nuevo sobre el océano. El mar azul sobre azul, celeste sobre cobalto, verde acuoso sobre añil, gris lechoso sobre plata, esmeralda sobre lila; ondas espumosas, olas de cristal, agua en constante movimiento, cadencia que adormece. Un horizonte límpido, una mancha verde que se torna isla. Otra en lontananza entre la bruma. Trocitos de floresta que vienen y van, como frondosos barcos a la deriva. Un pelícano posado en el mar, otro en vuelo con su peculiar cabeza recortada al sol. Vuelve la monotonía, la danza rítmica sobre las ondas de oro. Una gaviota cae en picado para ensartar un pescado en su pico. Peces de plata vuelan dando saltos sobre las crestas de agua. Una playa dorada contrasta entre palmeras de otra isla. Las aletas de 2 delfines se cuelan en el campo visual. Navegamos solos en el océano infinito. A lo lejos, entre mar y cielo, una extensión feraz se aproxima. Una barca de pescadores de madera pintada se apodera de nuestra mirada. Permanece inmóvil a nuestro paso, pendientes de sus redes. El sol cada vez más alto transforma los colores. Una superficie limosa emerge cerca de un islote. La marea baja la deja al descubierto y sobre ella se divisan numerosas aves al acercarnos.

Ahora la barca se mueve entre canales, que seccionan las islas en pedazos. Es el hábitat de los manatíes. Es imposible verlos. Bucean entre los manglares de aguas turbias de limo. Imagino su singular morfología bajo nuestra embarcación. Es mejor que permanezcan ocultos para preservar el secreto de su existencia. Seguimos, volvemos a mar abierto. Y la música del aire y el agua al salpicar nos hechiza de nuevo. Es un sueño sinuoso, mecido por el arrullo de las olas. Es un sueño de paz y armonía. Es un sueño vivido y dormido en el edén. Es un sueño velado por el último paraíso perdido de África.

Un país inestable

Guinea Bissau es uno de los países más pobres de África y por ende del mundo. Tiene un bajo índice de alfabetización y su esperanza de vida ronda los 50 años. Con 2 millones de habitantes, este pequeño país tropical tiene una extensión inferior a Extremadura y comprende el territorio continental y las Islas Bijagós. Limita al norte con Senegal y al sur y al este con Guinea Conacry. Con más de 350 kilómetros de costa, sus principales fuentes de ingresos son la pesca y la exportación de anacardos, pero en los últimos años se ha incrementado especialmente el tráfico de drogas, utilizando precisamente las islas deshabitadas del archipiélago de las Bijagós como escala hacia Europa. Después de su independencia de Portugal en 1974, tras un conflicto armado, que se extendió entre 1964 y 1974, ha vivido una inestable situación política y en los últimos 3 años ha registrado 9 golpes de Estado. De hecho, 4 días antes de nuestra llegada al país, un tiroteo de militares rebeldes en los alrededores del palacio presidencial, tras la destitución por parte del primer ministro Umaro Sissoco Embalo de 2 de sus ministros y la posterior disolución del Parlamento, desató el miedo, aunque de momento parece que se ha quedado sólo en un susto.

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