Hace unos días, durante un paseo por las calles de Triana, observé a dos niños que jugaban al fútbol utilizando como portería el atrio de una de las iglesias más antiguas de Sevilla. No utilizan un balón al uso, sino una botella de plástico vacía convenientemente estrujada.
Unos pasos más adelante, me fije en una señal triangular, al estilo de las de tráfico que hasta entonces nunca había visto, que simboliza la prohibición de jugar a la pelota. Entonces pensé: hecha la Ley, hecha la trampa.